"Lo siento señor, debo desconectar la llamada porque hay una emergencia en el edificio. Por favor, vuelva a comunicarse con nosotros. Nuevamente, mis disculpas".
La alarma sonaba incasable, y la luz que ella reflejaba nos pegaba a todos sobre el cuerpo, rememorando noches de baile con amigos. Pero esta vez no era divertido, debíamos permanecer tranquilos y seguir al guía para desalojar el edificio. Alguien había ocasionado el fuego en el 3er piso, y debíamos movernos cautelosamente, lo más ágil posible, para poder evacuar el lugar sin dejar a nadie atrás.
Estaba todo muy oscuro, aunque los flashes de las luces nos permitían cada unos segundos, mirar por donde pisabamos para no perder el equilibrio. Debíamos descender por las escaleras audazmente, ayudandonos los unos a los otros, para llegar a destino. Todos nos encontaríamos a una cuadra, en la esquina asignada en los planes de evacuación.
Algunos se sostenían la mano, otros iban muy erguidos sobre su cuerpo demostrando valor, y otros eran la calma que necesitaba los demás, emitiendo palabras de aliento. Pocos podíamos mirarnos a los ojos, porque no queríamos encontrar miedo en el otro. Si ese miedo te contagiaba, nada podía sacartelo ya. Preferíamos mirarnos las zapatillas al paso rápido, no tan aceleradas como nuestros corazones apenas escuchamos esa alarma chillona e insoportable.
Algunos nunca escuchan esta alarma. Se quedan sumisos en lo que creen que es su refugio, y con el correr del tiempo, notan que siempre estuvieron tan a salvo, que jamás experimentaron la adrenalina. Por otro lado, otros se queman, se destruyen, se nublan y no pueden avanzar. Siempre, sin importar cuán grande sea el miedo, debemos salir al exterior, prestarle atención a esa lucecita que nos incomóda y a ese sonidito denso, que nos está despertando.
Salimos del edificio, y la luz del día nos desahogó. Seguimos formados en fila hasta llegar a la esquina asignada. Finalmente allí, logramos levantar la mirada y observarnos, ya sin tanto miedo. Ya sin desesperación por contagiar. Ya a salvo.
La alarma sonaba incasable, y la luz que ella reflejaba nos pegaba a todos sobre el cuerpo, rememorando noches de baile con amigos. Pero esta vez no era divertido, debíamos permanecer tranquilos y seguir al guía para desalojar el edificio. Alguien había ocasionado el fuego en el 3er piso, y debíamos movernos cautelosamente, lo más ágil posible, para poder evacuar el lugar sin dejar a nadie atrás.
Estaba todo muy oscuro, aunque los flashes de las luces nos permitían cada unos segundos, mirar por donde pisabamos para no perder el equilibrio. Debíamos descender por las escaleras audazmente, ayudandonos los unos a los otros, para llegar a destino. Todos nos encontaríamos a una cuadra, en la esquina asignada en los planes de evacuación.
Algunos se sostenían la mano, otros iban muy erguidos sobre su cuerpo demostrando valor, y otros eran la calma que necesitaba los demás, emitiendo palabras de aliento. Pocos podíamos mirarnos a los ojos, porque no queríamos encontrar miedo en el otro. Si ese miedo te contagiaba, nada podía sacartelo ya. Preferíamos mirarnos las zapatillas al paso rápido, no tan aceleradas como nuestros corazones apenas escuchamos esa alarma chillona e insoportable.
Algunos nunca escuchan esta alarma. Se quedan sumisos en lo que creen que es su refugio, y con el correr del tiempo, notan que siempre estuvieron tan a salvo, que jamás experimentaron la adrenalina. Por otro lado, otros se queman, se destruyen, se nublan y no pueden avanzar. Siempre, sin importar cuán grande sea el miedo, debemos salir al exterior, prestarle atención a esa lucecita que nos incomóda y a ese sonidito denso, que nos está despertando.
Salimos del edificio, y la luz del día nos desahogó. Seguimos formados en fila hasta llegar a la esquina asignada. Finalmente allí, logramos levantar la mirada y observarnos, ya sin tanto miedo. Ya sin desesperación por contagiar. Ya a salvo.
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