Estoy sentada en una mesita de madera en Florida y Rivadavia. Hoy no hay tanta gente en la calle. Será también porque es temprano. Con un café y la Inrockuptibles abierta en una nota a Antony Hegarts, escucho a mis vecinas de desayuno charlar sobre "la grinfild". Se ríen a carcajadas y una de ellas explica "la Creamfields, es un recital de música electrónica".
Finalmente, llega la más joven de las cuatro (eso lo asumo yo), y comenta: "Estuve saltando como... Seis horas". Y eso me hizo pensar. Mientras veo desde acá arriba a la gente que camina apresuradamente, imaginando el sonido de las suelas de los zapatos al golpear el suelo, pienso.
Cuántas horas tendremos de "saltar" al final de nuestro día, de la semana, del mes, del año, de la vida. Pienso, que hay recitales que nos hacen saltar mucho, que hay noticias que nos despegan del suelo. Que soñar es una forma de saltar; y que te quedas en el aire. Y dejan de ser horas de salto, para convertirse en horas de vuelo.
Y no todos vuelan, algunos ni siquiera saltan. Es más, unos cuantos no conocen la distancia del suelo a los pies. Sin embargo, todos saltamos alguna vez. Un centímetro, una hora, un día completo, una vida entera. Saltar debería ser tan o más esencial que comer y dormir.
Saltar debería ser uno de los placeres de vivir. Enojado o alegre, desprenderte de la tierra tiene que ser una acción que ejecutes por lo menos una vez al día.
Todos deberíamos ser capaces de jugar en una cama elástica a lo largo de la vida.
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